Reflexiones sobre la identidad digital desde Goffman y Calvino.

Dos personajes para pensarse: Agilulfo y Gurdulú. El primero todo un caballero, el segundo un escudero poco convencional. Uno es sumamente racional, el otro un irracional, al grado de la locura. Finalmente, una simple división dicotómica los distingue: suma abstracción vs exagerada corporalidad.
Italo Calvino, escritor cubano de padres italianos, narra en su obra “El caballero inexistente”, la vida de un paladín que tenía la particularidad de no existir, no había un cuerpo que habitara su armadura. Es decir, si a uno se le ocurría abrir la visera del yelmo, se sorprendería ya que no descubriría nada adentro, sólo un vacío inexplicable en el que, por alguna razón misteriosa, se encontraba un ser (por no decir fantasma) que existía a base de voces metálicas y esfuerzos metódicos, perfectos y, sobre todo, disciplinados. Resulta interesante que dentro de los caballeros, Agilulfo era el más destacado, cumpliendo con sus labores de manera excelsa.
En cambio, el otro personaje es un escudero sin personalidad propia. Su identidad dependía del contexto en términos radicales, si había patos a su alrededor Gurdulú comenzaba a integrarse a la parvada para imitarlos mediante acciones ininteligibles: se inclinaba a ras de suelo para caminar con los pies apuntando ligeramente hacia afuera y con el peso del cuerpo sobre los talones; toda una danza acompañada de silbidos de ave que la ornitología estaría encantada de estudiar. Pero, si de repente se tropezaba con ranas, acto seguido, su yo volvía a desestructurarse, y por consiguiente, comenzaba a cambiar el “cuak” por el “croar”, y en vez de caminar de lado a lado -como un péndulo- de forma estrepitosa comenzaba a brincar y a pasar la saliva constantemente para emular la forma en que los anfibios inflan el saco vocal (la papada de los humanos). Todo un camaleón, dirían algunos.
Dos personajes, entonces. Un súbdito (después escudero) que existe pero no sabe que existe y un paladín (caballero) que sabe que existe y en cambio no existe. Dos figuras que si se ven desde lo abstracto, permiten el análisis de algunas formas en las que opera la identidad actualmente, esa “esencia” fragmentada en facetas online, offline, ciborgs, entre otras invenciones que hace cincuenta años pertenecían al ámbito de la ciencia ficción, esto es, lo fantástico o extraordinario pero no real.
En internet, los perfiles online son como Algilulfo, ya que dentro de ellos no hay nada: un montón de bits que se parecen al aire de la realidad física. De modo que para tener una identidad, éstos dependen de las acciones constantes, día a día, de sus dueños o creadores. Por ejemplo, si en Twitter se abre un perfil y se deja en blanco, éste no demuestra nada, y por consiguiente, se convierte en un ente sin rasgos que con el tiempo desaparecerá; tal como lo hace el caballero invisible cuando se quita la armadura en la historia, al enterarse que lo que pensaba que era (un caballero) resultaba ser una falacia. Sin el texto y las imágenes que se cuelgan en la red, las cuentas online se quedan sin identidad, sin certezas (huevitos en el caso de Twitter). La inactividad de una cuenta en medios sociales es igual a una armadura desalojada, sin propósito alguno.
Gurdulú representa las maneras en que se instala la identidad en diferentes contextos. Se podría pensar, sin radicalizar, que las personas cambian de personaje cada que se mueven de entorno; con los amigos son unos, con los familiares otros y con su pareja otra cosa. Teatro Goffmaniano: el escudero es la clara imagen del yo que exige el mundo actual, en donde en el trabajo se pueden ver profesionales altamente cualificados que a golpe de grito y argumentos retóricos construyen una jerarquía y liderazgo, y al mismo tiempo, esos mismos sujetos en su casa son las personas más amables, dóciles y cariñosas que una familia puede tener. ¿Ironías?, ¿Esquizofrenia?, no, más bien máscaras o roles identitarios aprendidos culturalmente.
En síntesis, cuentas vacías dependientes de las acciones online e identidades cambiantes o camaleónicas por el escenario en el que se encuentran. En cualquiera de los dos casos, la identidad es un objeto maleable dentro de un proceso colectivo: las conductas del sujeto junto con las reacciones de los que lo acompañan. El yo no es una esencia, es decir, no estriba solamente del individuo que posee el cuerpo (o cuenta online), sino también de los que lo rodean: por algo Gurdulú era tildado de loco, no porque él se denominara como un ser ilógico, sino porque el Rey, los paladines y los pueblerinos así lo designaban o entendían.
“Oh, muerto, tienes lo que nunca tuve ni tendré: esa envoltura. Es decir, no la tienes, tú eres esta envoltura, o sea eso que a veces, en los momentos de melancolía, me sorprendo envidiando a los hombres […] quien existe siempre pone algo, una impronta personal que yo no conseguiré nunca dar. (Algilulfo, El caballero inexistente)”
Por Luis Jaime González Gil
Maestro en Psicología Social por la Universidad Autónoma de Barcelona y Director de eResearch en
Antropomedia
Email: luisjaime@antropomedia.com
Referencias
Calvino, I. (2002). El caballero inexistente. Madrid: Ediciones Siruela.